Hay arquitecturas que se imponen. Otras, en cambio, susurran. Las obras de Martín Dulanto pertenecen a esa segunda especie: espacios que no buscan deslumbrar con estridencia, sino conmover con silencio. Casas que no irrumpen en el paisaje, sino que aprenden a respirar con él. Proyectos que entienden la arquitectura no como objeto, sino como atmósfera habitada.

Desde sus primeras obras —como P12 o Casa Blanca— se intuía un gesto radical aunque discreto: abrir huecos para que la luz sea la verdadera materia estructural. Esos vacíos excavados, esas sombras que ordenan el tiempo del habitar, revelan una certeza: en la arquitectura de Dulanto, la estructura no se sostiene solo en columnas o paredes, sino en una relación íntima entre espacio y persona. La forma responde al cuerpo; la luz dicta el ritmo; la materialidad acompaña, nunca invade.
Respirar con el lugar
Antes del trazo, viene la escucha. No se proyecta una casa sin primero comprender la geografía emocional del terreno. En obras como Tejona House o Topo House, la premisa es clara: no competir con el paisaje, sino potenciarlo. La arquitectura se vuelve entonces una prolongación del entorno —a veces casi imperceptible, siempre respetuosa— donde la naturaleza no se mira desde la ventana: entra, atraviesa, organiza.
No se trata de romanticismo ecológico, sino de responsabilidad estética. El paisaje no es decorado; es coautor.


El abrigo como lenguaje
La cronología de su obra revela un tránsito: de los volúmenes blancos a los refugios cálidos. Un desplazamiento desde lo nítido hacia lo esencial. Si en sus inicios la búsqueda se centraba en la pureza formal, hoy el objetivo es otro: crear espacios que abracen, en los que el aire, las texturas y los olores construyan pertenencia.
Esa misma sensibilidad se traslada a proyectos de mayor densidad como Abeja Building, donde la escala urbana no anula la intimidad. Ahí, la arquitectura actúa como una respiración consciente: incluso en los entornos más asfixiantes, siempre hay una rendija para que entre la luz y con ella, la calma.


La tribu como método
Dulanto dirige su estudio como quien cuida un ecosistema más que una empresa. Su “Tribu” trabaja con una premisa insobornable: colaborar sin diluir la identidad. Cada proyecto se piensa como un organismo con ADN propio, pero conectado a una misma raíz conceptual: claridad, honestidad y emoción.
No existe estilo cerrado; existe una actitud. Y esa actitud parece estar siempre anclada en un mismo deseo: que la arquitectura no grite, sino que acompañe.

Quizá el mayor aporte de Martín Dulanto no esté en su dominio técnico —incuestionable—, sino en su persistente defensa de algo cada vez más escaso: el refugio. Ese lugar donde uno puede cerrar los ojos, inhalar hondo y recordar que habitar no es ocupar un espacio, sino dejar que el espacio nos transforme.
Escribe: Nataly Vásquez